Antología crítica 1967-2013

Antología crítica 1967-2013

Los espejos de Le Parc

Jean Clay, París – 1967

 

Ha sido necesaria nuestra época para que las bases estáticas de la pintura aparezcan tal como son: un engaño. En un mundo en perpetua mutación, inestable, en que la conciencia sensible está en conflicto con el movimiento incesante de las formas y con la transformación incesante de la materia, en que se acentúa lo fugaz y no lo inmutable, el cuadro, rectángulo de madera o de tela en que van a fijarse los pigmentos —según viejas recetas de los hermanos Van Eyck—, no nos parece más que la trampa sin vida de una antigua nostalgia: la que pretendía encontrar en el arte un medio de escapar al tiempo y en el objeto mismo de la tela un vehículo de eternidad.

 

Lo que caracteriza al arte actual es que una generación de investigadores ha sabido sentir —intuitivamente— las realidades físicas modernas y englobar en su lenguaje la transformabilidad permanente del mundo, la relatividad, el espacio-tiempo, la fluidez y la ductilidad de los fenómenos naturales; el carácter corpuscular y ondulatorio de la materia-energía. Con el cinetismo, el arte ha tomado conciencia de la inestabilidad de lo real.

 

A partir de ahí es directamente, a nuestra vista, que se desarrolla el fenómeno estético, que la obra nace, se agita, consume energía, muere y renace. Un gramático diría de una obra cinética que está en el presente, mientras que una obra clásica —paisaje o abstracción— se halla en el pasado, puesto que es, ante todo, trasposición de una realidad emocional vivida precedentemente por el artista. Una obra cinética solo existe por el desarrollo de un acontecimiento físico ante nuestros ojos, hic et nunc: se hace contribuir a las fuerzas de la naturaleza —sombras, luces, energía motriz— para presentarnos el gran trabajo que cumplen continuamente en la totalidad del universo. El cinetismo no es un arte realista, es un arte de lo real.

 

Así pasa con Le Parc: lo que nos propone con sus continuels mobiles (continuos móviles), por ejemplo, no es ni la evocación de una emoción pasada vivida en contacto con la naturaleza, como en la pintura tradicional, ni la creación de un objeto puro que no toma en préstamo sus leyes más que en sí mismo, como en el arte concreto. Nos entrega la naturaleza misma, tal como se desarrolla frente a nuestros ojos. La obra es el lugar de un fenómeno real y actual canalizado por los cuidados del artista —un fenómeno que la constituye y que la crea en el instante mismo que la percibimos—. Un Le Parc es, ante todo, un intérprete, un filtro, un tamiz de lo real, y los recientes desarrollos de su obra han acentuado esta orientación. Sus anteojos «preparados» que permiten la «retrovisión», la deformación, el recorte o la coloración de la realidad y que transforman al mismo tiempo el campo visual del observador en un espectáculo perpetuamente cambiante y diverso, en una ambientación individual, se inscriben en esta perspectiva de lo real captado y transfigurado por la acción tamizadora de la obra. Lo mismo sucede con el Mur à lames reflétantes expuesto por primera vez en Denise René en noviembre de 1966, que permite el seccionamiento, la desmultiplicación, no de un fondo ficticio preparado con anticipación, sino de la vida misma, tal como se desarrolla detrás del tablero. Por poco que un visitante deambule cerca, se cree ver —esta vez en lo real— la descomposición del movimiento tal como Duchamp lo representó hace medio siglo en su Nu descendant un escalier.

 

Esta concepción de la obra filtro, de la obra tamiz de la realidad ambiente, ha sido llevada a su límite extremo por Le Parc en su serie de Miroirs (Espejos). El espejo aparece en el arte moderno en 1912, cuando Juan Gris incorpora un trozo en una de sus composiciones. Por primera vez, gracias a Gris, una superficie pictórica contenía un trozo de vida cambiante, un fragmento emboscado de lo real. Luego, algunos se esforzaron por ampliar esta proposición y jugar con creciente maestría sobre el contraste de lo figurado y de lo reflejo, de la materia pintada y de la vida. Con su Grand verre (Gran vidrio) de 1915-1923, Marcel Duchamp aporta una contribución decisiva a esta especie de ensambladura en que se mezclan y contrastan la ficción y la realidad. Los elementos de la composición están ahí estrechamente confundidos en nuestra vista con lo que ocurre detrás del vidrio (decoración del museo, visitantes que circulan...), de manera que registramos a la vez lo creado en la obra (los motivos de «la novia») y lo que es abierto (los accidentes ligados a la exposición). Cornel Cohen, en 1953 con su Autoportrait de tout le monde, compuesto de espejos ovalados que rodean un óvalo del mismo tamaño en el que se representa un falso rostro; [Enrico] Baj, en 1959, con su Specchio, en que se mezclan elementos reflejados (en fragmentos de espejo) y trozos de tapicería; en época más reciente, Pistoletto, que confronta en sus composiciones las siluetas ficticias que ha pegado con siluetas reales de personas que se ven ahí; otros tantos autores que concibieron su experiencia como ensambladuras, confrontaciones de lo falso y lo verdadero, lo fabricado y lo real.

Lo nuevo en Le Parc1 es el abandono de este efecto de contraste. No nos propone conjugar la obra dada y la obra «abierta», lo estático y lo aleatorio, lo muerto y lo vivo, nos tiende un espejo. Es verdad que a menudo está cubierto de regulares estrías, pero todo de la misma textura y cuyo objeto es exclusivamente incorporar al cuadro el conjunto móvil de los contingentes exteriores que se reflejan en él. La relación ya no es entre tal y cual aspecto de la obra, sino entre la obra y lo que la rodea en su exterior. Estas contingencias son las que constituyen la materia misma, la imagen, y Le Parc, en marzo de 1966 las enumeraba así: «aquel que se mira, la forma en que está vestido, las muecas que hace, la posición de los espejos, su distancia, los movimientos que se le imprimen, los paisajes y las gentes que lo rodean, la iluminación, etc.». A lo que es necesario agregar que el espectador proyecta igualmente el espacio mental de la sociedad en que vive.

 

Después de Panofsky y Francastel se sabe hasta qué punto cada sociedad engendra un orden visual particular —perspectiva invertida de los bizantinos; monocular, del Renacimiento; poliocular, del cubismo— y en qué medida este orden visual condiciona la mirada de los individuos de cada sociedad. El espejo, siempre parecido y siempre diferente, campo neutro de expansión para todas las arquitecturas mentales, tiene la propiedad de restituir con la misma objetividad todos los sistemas de organización visual que los espectadores inconscientemente le proyectan. Es así como los espejos de Le Parc son, a la vez, durables y fugitivos. Se reflejan en ellos, no solo las contingencias físicas, sino las construcciones sucesivas del espíritu.

 

Si la noción de reflejo representa un papel tan considerable en esta obra —especialmente en los continuels mobiles y en los continuels lumière—, no es de ningún modo como fin en sí, sino, por el contrario, como medio para hacer percibir la inestabilidad —esta inestabilidad que, por otra parte, Le Parc expresa también en sus otras obras; por ejemplo, sus montajes de volúmenes virtuales en que los espejos no desempeñan ninguna función—. Si emplea los espejos es, en primer término, ya lo hemos visto, porque por su misma naturaleza, todo espejo no puede reflejar más que lo fugitivo. También es porque gracias a las intervenciones del autor —estrías regulares y ondulaciones— las superficies reflejantes nos dan generalmente una visión deformada de los objetos que traduce, más allá de la apariencia inmóvil, su precariedad fundamental. El mundo es víctima de una incesante metamorfosis, pero nuestros ojos no saben verla; he ahí, a través de los espejos de Le Parc, la evidencia figurada. En fin, esas obrasreflejos que no cesan de devolver al mundo su imagen expresan casi hasta el símbolo la toma de posición de Le Parc frente al problema del arte. Todo su esfuerzo consiste en rehusar al espectador la posibilidad de hundirse en el objeto, de sentirse fascinado por la composición formal que se le propone. No más estética: la obra está ahí solo como un pasaje obligado de lo real. Lo canaliza, le restituye el rostro provisorio, efímero y cambiante. Imposible sucumbir a las seducciones engañosas del «objeto de arte» frente a una obra que nos ofrece por todo mensaje la textura misma de la realidad física y que nos incita, en el transcurso, a operar con nuestras propias manos las transformaciones materiales que nos parecerán necesarias. Para Le Parc se trata menos de expresarse que de activar al espectador, quien debe encontrar, frente a los esquemas que se le proponen, un sentido de la intervención personal y de la elección que la sociedad moderna tiende a menudo a quitarle. Por un lado, la obra reducida a una función-reflejo; por el otro, el espectador es invitado a penetrar a viva fuerza en el diálogo del arte; el acento, a partir de ahí, se desplaza; la liberación del público pasa por la deliberada humillación del «creador». Para elaborar el arte nuevo —el que será, desde su nacimiento, diálogo y cocreación—, es necesario primero reducir a la nada las pretensiones del artista e interrumpir el interminable relato que no cesa de hacernos a lo largo de sus molduras a propósito de sus hernias morales, de su romanticismo balbuceante, de su alma torturada y sublime.

 

Todavía aquí, en su simplicidad, los espejos que nos propone Le Parc son como el resumen de su pensamiento más profundo: los rostros borrosos que vemos perfilarse cuando los colocamos delante nuestro, en el arte moderno testimonian la aparición de un colaborador durante largo tiempo reducido a la contemplación pasiva y que hoy surge a plena luz. El espectador ya no tiene por única función registrar con respeto los mensajes llegados desde arriba. Se integra como adulto al proceso creador.

 

Sería en vano tratar de disimularlo: lo que aquí se completa es un asesinato metódico del arte y del artista, de la forma y de la belleza. Después de esto, en una sociedad quizás algún día fraternal, será el momento de construir otra cosa.

 

1. No obstante, es necesario observar que desde 1945, Man Ray, con una intuición de espíritu surrealista y carente de porvenir —pero sin embargo notable— realiza un «autorretrato» compuesto con un espejo flexible que obedece a la presión del dedo. Para lograr este trabajo, el artista empleó una placa cromada que le servía para barnizar sus fotos. El conjunto está rodeado por un marco fantasía que quiere simular —y parodiar— un marco de un cuadro. Mencionamos también, para recordar, un espejo rígido compuesto por Soupault en época del dadaísmo, que tenía por título Portrait d’un imbécile.

Encuentros con Le Parc

Jorge Romero Brest – 1967

 

Conocí a Julio Le Parc algún tiempo después de que estallara la Revolución Libertadora, cuando formamos parte de un comité encargado de modificar los planes de estudio para las escuelas de bellas artes. Era un obstinado con rara capacidad de independencia y lo estimé en seguida. Ideas y emociones adheridas a las ideas fueron vínculos entre nosotros, no las obras que, como alumno egresado de aquellas escuelas, había hecho. El momento era de lucha política, más que artística. En 1958 se presentó como aspirante a una de las becas que otorga la Embajada de Francia. Yo era jurado y lo apoyé calurosamente para que la obtuviera, sin que recuerde tampoco las obras presentadas. Importaba el hombre, su actitud indagadora, su férrea decisión de ser. Luego, transcurrido el primer año de estancia en París, no tuve éxito para que se le renovara la beca, pero Julio Payró, jurado también, ofreció una del Fondo Nacional de las Artes y pudo quedarse en aquella ciudad. Desde entonces nos sentimos unidos por el afecto que se funda en la comprensión recíproca. Por cuyo motivo escribí, cuando el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto me pidió que lo hiciera, para el catálogo especial de sus obras en la Bienal de Venecia 1966: «Al redactar este papel, no para presentarlo sino para compartir su aventura...», la que culminó, como se sabe, obteniendo Le Parc el premio más importante de cuantos se otorgan en dicho certamen. Premio también para quienes habíamos creído en él —antes que otros, Julio Payró, Hugo Parpagnoli y Samuel Paz, los que decidieron enviar obras suyas a Venecia— y para la Argentina, que ya tenía en su haber los grandes premios obtenidos por Alicia Pérez Penalba, Antonio Berni y José Antonio Fernández Muro en Bienales anteriores. Cuando lo encontré de nuevo, en el invierno parisiense de 1959-1960, estaba aún más obstinado que en los días posrevolucionarios. Solo que, a la inversa, se ocupaba menos de política que de arte, empeñado en hallar el punto de sublimación, puede decirse, de sus experiencias en torno a Vasarely, para que sus imágenes dibujadas o pintadas fuesen necesarias y a la par animadas, como no lo eran las de su maestro. En el citado texto establecí los términos de su historial, desde los primeros trabajos en París con formas geometrizadas, buscando la «dinámica de las cosas de modo indirecto, hasta el encuentro con la dinámica de la luz y, por ella, con la de las cosas de modo directo». Repito estas palabras porque no podría sintetizar ese historial de otra forma, aclarando solamente que su lucha sorda fue contra la imagen concreta y plana, tan soberbia en su tradicional fijeza como llena de encantos simbólicos. Lucha dramática, además de sorda, que permite comprender su realización personal y el éxito de sus obras, hasta su modestia. Lo que no deja de alarmarme, como si acudiera a esta para restañar heridas, temeroso de que se abran otras, cuando tiene los caracteres del genio arrebatador. Aunque, por otra parte, me pregunto si al renunciar a su personalidad individualizadora —mejor sería decir que renuncia a la vanidad de ser individual— no revela precisamente la actualidad de su genio. En aquellos días de mi encuentro en París, Le Parc desarrollaba secuencias progresivas en hojas de papel que manipuló diestramente ante mí, mientras me iniciaba, como alquimista de formas planas, en el secreto de su ostinato rigore. Me impresionó mucho la firmeza de su actitud, pero más me intrigó cómo haría para salir de la cárcel que se había creado. El Groupe de Recherche d’Art Visuel (GRAV) se constituyó después, cuando todos salieron del cuadro-cárcel para resolver los problemas en el espacio de tres dimensiones reales. Fue el período en que las secuencias progresivas obedecían a desplazamientos y rotaciones reales, apareciendo las ideas del Continuel mobile y del Continuel lumière. De tal modo, Le Parc intentará superar la tradicional oposición entre fondo y figura. El movimiento de las pequeñas piezas, cualificado por la luz directa, y más el de la luz-reflejo cuando esta desaparece, hará que penetre el contemplador en un ambiente donde no cabe la fragmentación, donde todo es fondo y donde todo es figura, para lo cual varía las fuentes de luz en particular y multiplica las soluciones de forma con diversos materiales. Su originalidad era ya innegable y, en consecuencia, sus obras fueron presentadas en la Bienal de Venecia 1964. Por supuesto, fue el punto alto de la sala argentina, pero aun en el conjunto de la Bienal se destacó. Nadie deja de sentir la fuerza del pequeño laberinto con objetos luminosos que construyó. Me consta que algunos miembros del jurado pensaron darle un premio, mas era el turno de los Pop y el gran premio de pintura fue otorgado a Rauschenberg. El turno de Le Parc no tardaría en llegar, como bien lo comprendieron quienes insistieron con él en la Bienal siguiente. Antes nos habíamos encontrado en París, con motivo de la exposición La Nouvelle Tendance (Musée des Arts décoratifs, 1964), y luego nos volvimos a encontrar en Buenos Aires, donde acudió para ordenar la exposición del GRAV en el Museo Nacional de Bellas Artes y participar en el Premio Internacional Instituto Torcuato di Tella, obteniendo un premio especial (adquisición) por el voto de los jurados: Clemente Greenberg, Pierre Restany y yo. Le Parc había madurado como artista y como hombre. Otros grupos constituidos en Europa no oscurecían el prestigio del GRAV. Ni el suyo, por supuesto. Él era, más que un excelente artista, un sereno conductor abierto al mundo, cuyas piezas ni siquiera se individualizaban fácilmente, creándose con ellas una fiesta visual, el casamiento de la imaginación y el pensamiento en sí mismo. Lo comprobé en algunas reuniones a fines de ese año 1964, una en mi casa con pintores muy jóvenes, Marta Minujín y Dalila Puzzovio entre ellos; otra, en el Instituto Di Tella, con arquitectos. Dueño de sí, Le Parc expresaba ideas claras y aconsejaba sin pedantería, respondiendo a las objeciones que se le hacían con sobrecogedora seguridad y fe en el porvenir. Nuevo encuentro, esta vez en Nueva York, 1965. El GRAV realizaba una exposición en la galería The Contemporaries y Le Parc participaba en la exposición del Museo de Arte Moderno que se tituló The responsive eye. Una sola y pequeña pieza suya en esta me cautivó, la más sencilla y la más original. Comprendí las infinitas posibilidades poéticas que se podían realizar con semejante método, pese a los mecanismos en acción. Y llegamos a 1966. Me encuentro con Le Parc a la distancia, escribiendo el prólogo citado, en el que destaco su obra valiosa «porque emplea los recursos más simples para producir los efectos luminosos o establecer juegos con objetos diversos, y porque la precisión mecánica no excluye la variabilidad de soluciones, ni la sorpresa. Lo que significa describir la parábola poética de su imaginación creadora, atenta a las razones de la vida moderna pero actuante en la sinrazón de lo maravilloso». Repárese en que tal parábola, la que por cierto recorre cualquier creador, toma nuevo impulso con Le Parc. Por lo que «sería falso poner el acento en la luz y los reflejos, en la mecánica, en la geometría, aunque use la luz, aproveche la mecánica, conozca la geometría», según escribí en la misma ocasión. Porque dichos elementos y conocimientos pierden la connotación original en manos de Le Parc, para integrarse en unidad de existencia. Esto último es fundamental y lo recalco. El reemplazo de las imágenes concretas y planas que aluden al espacio, por las imágenes abstractas y especiales que fluidamente provoca el movimiento, identifica la dialéctica que finalmente conduce a la ubicación del hombre en la verdad funcional, un modo de acortar distancia entre la vida y el arte, tratando de eliminar las ideas y los mandatos, hasta los sentimientos y deseos, consabidas trabas de cualquier acto libre. Cómo extrañarse, pues, de que Le Parc y sus amigos hayan volcado el interés en el espectador no solo por motivos sociales, como se suele pensar. Destruir la obra de arte como objeto único y de expresión individual es dar cabida al tiempo como factor de creación permanente. La manera de ser moderno, modernísimo, de quien hereda a los cultores de formas geométricas concretas y estáticas. Sin la agresión que promueven los neorrealistas y los neodadaístas, sin el desconcierto que provocan las obras «Op», a un paso de suprimir el hábito de decorar ambientes con obras de arte, y todavía solucionando en parte la comercialidad del arte con los «múltiples» que fabrican ellos mismos o permiten que fabriquen otros. No obstante, y lo digo para situarlo en el panorama de hoy, Le Parc sigue moviéndose en el campo del arte manual y pensado. Por mucho que despersonalice la creación y aumente las relaciones entre obra y contemplador, aceptando la industrialización de los «múltiples» como mal menor, es siempre un creador de objetos, y por estos la vida se vuelve imagen, cuando no metáfora. Es cierto que cuenta con la disposición estética del hombre y amplía los límites para su ejercicio, mas no tanto como los creadores de happenings o de situaciones determinadas por los medios masivos de comunicación. A menos que al final resulte ser su manera, la legítima en la confusa búsqueda de perfil que realizan los jóvenes actuales. Preparado para el nuevo encuentro. Con más expectativa que nunca.

 

Publicado en el catálogo de la exposition retrospectiva de Le Parc en el Instituto Di Tella de Buenos Aires, 1967.

1966
Un no sé qué

Julián Gallego – 1977

 

Hará unos diez años que Damián C. Bayón, mi compañero argentino en el grupito parisiense de Pierre Francastel, me llevó a cenar a casa de su compatriota Julio Le Parc. El taller era grande; la cena fue buena; la conversación, escasa. Le Parc hablaba poco. Yo creo que su temperamento le llevaba más bien a escribir y, sobre todo, a inventar. Además, por aquellas fechas, el artista había adoptado una posición política de extrema izquierda, y esa decisión pudo haber influido en su carácter. Es posible que Le Parc, niño prodigio de una sociedad burguesa de consumo que había tendido en torno suyo las redes más doradas, sintiera lo absurdo de su posición, un culto de la personalidad en desacuerdo con sus ideas. Acaso por todo eso habló tan poco y esa cena que yo esperaba con ilusión se me hizo demasiado larga.

 

Hacía ya años que yo conocía y admiraba la obra de Julio Le Parc. He revisado, para percatarme de esa certeza, mi colección de crónicas de París en la revista Goya y he hallado no menos de catorce alusiones, algunas de ellas muy largas, en cualquier caso admirativas, al artista, cuya obra vi por vez primera en la galería Creuze en 1962. Comenzaba entonces lo que cabría llamar la edad de oro de la abstracción sudamericana. En el decenio de los sesenta, una de las vetas más ricas de la producción artística parisiense nacía en América del Sur, especialmente en Argentina y Venezuela.

 

Desde la galería Denise René, pionera del movimiento óptico-constructivo, la presencia de Le Parc fue ya constante, como estrella de primera magnitud. Hacer carrera en París equivalía entonces a hacerla en todo el mundo. En la XXXII Bienal de Venecia llamaron la atención algunas obras suyas; eso sucedía en 1964, el año mismo en que el grupo de Le Parc había merecido, bajo la etiqueta de Nouvelle Tendance, una exposición en el museo parisiense des Arts Décoratifs. La República Argentina vio llegado el momento de organizar en Venecia lo que en el decadente París de hoy llaman one man show en honor de Julio Le Parc en la XXXIII Bienal veneciana de 1966, actuando de comisario mi buen amigo Leopoldo Torres Agüero. Cuando llegué a Venecia, era septiembre y la Bienal iba a cerrar sus puertas. El show estaba ya bastante sofocado por la visita de miles de espectadores estivales, que no habían dejado de llevarse como souvenirs casi todas las gafas y muchos de los espejos con los que el artista captaba aspectos fragmentados, seriados, deformados de la realidad óptica del pabellón o de sus propios espectadores, estropeando de paso, al mismo tiempo, a fuerza de tocarlo, los pequeños motores eléctricos de sus instalaciones. Pero lo más curioso de la historia es que el jurado de la Bienal otorgó el gran premio de pintura a una obra en la que la pintura, propiamente dicha, no intervino para nada. Los propios organizadores parecían inclinar hacia el campo escultórico, aunque solo fuera por su tridimensionalidad. Había como una contradicción entre un arte tecnológico que no funcionaba y un premio, sin duda bien merecido por otras razones, pero que se suponía recompensaba al mejor pintor. Una de las muchas contradicciones de Le Parc.

 

Quien había llegado a París a los treinta años en 1958, con una beca del Gobierno francés, lleno de admiración al hijo póstumo de Bauhaus, Vasarely. No perdió el tiempo: un año después trataba de liberarse (con ayuda del español Sobrino) de esa influencia algo aplastante; y al siguiente era uno de los fundadores del Groupe de Recherche d’Art Visuel, equipo que tan destacada intervención (y tan refrescante...) tuvo en las nuevas Bienales de París hasta su disolución en 1968, año de disoluciones; entre ellas, según algunos creyeron, la del mercado de las artes y la de los artistas individuales.

 

Así lo debía de creer Le Parc cuando no malgastaba sus palabras con dos miembros de la crítica hedonista, como Bayón y yo. Poco más tarde desdeñaba, por razones políticas, una exposición que le estaba organizando el Musée d'Art moderne de la Ville de Paris, por creerla sin duda demasiado oficial, demasiado comprometida con la sociedad capitalista.

 

¿Pero en qué sociedad se desenvuelve Denise René, cuya sucursal de Nueva York ha llegado a tener tanta importancia como la de París? ¿Qué es una obra por y para el pueblo, que el pueblo no comprende ni ve?

 

En el invierno de 1970-1971, Denise René expuso unas obras de 1959 con cierto oportunismo. Fue una pena que no las mostrase en su momento. Las variaciones de Le Parc sobre una gama de catorce colores, evitando toda intencionalidad artística, chocaban con las reivindicaciones de Vasarely del derecho del artista a intervenir y producir cambios que manifiesten su personalidad. Eso es casi una traición a la humanidad y a la pura visión combinatoria de Le Parc, que ya no tuvo que agradecer nada a su maestro. Verdad es que las obras expuestas se parecían mucho a las de Vasarely.

 

En la primavera pasada, Denise René presentó una nueva exposición Le Parc, titulada Modulaciones, desconcertante en su forma de cultivar el trompel’oeil en franca contradicción con toda su obra anterior, que había sido «realista» en el sentido americano de esta palabra, es decir, sin introducir elementos engañosos, tales como sombras y degradé que sugieran superficie curvas, esféricas, con forma de árbol, de tuberías, o barras entrelazadas.

 

El autor, empero, explica esa labor como «persistencia en una actitud tomada, más o menos clara, a comienzos de mis búsquedas en 1958». Una actitud con doble aspecto: el primero, referente a la manera de situarse y reaccionar en la vida real, analiza la posición del artista, sus contradicciones y limitaciones, el modo como es manipulado, utilizado por el medio cultural, su dependencia hacia quienes conservan el poder de decisión, etcétera, y trata de combatir tal situación, dentro y fuera de su propia obra; el segundo, un comportamiento experimental continuo, que acepta el riesgo de equivocarse...

 

A Le Parc le parece grave la repetición de una fórmula ya experimentada: «En mi actitud de búsqueda y en el desarrollo de la experimentación, bueno es apartarse de vez en cuando de las certidumbres, sin cesar de someter los descubrimientos a una voluntad de reflexión y de análisis». Muy personal y «artística» me parece esa postura. Nunca un científico y menos una computadora rehusan la repetición y se lanzan a la aventura, como un artista «a la antigua».

 

El Groupe de Recherche d’Art Visuel estableció la obra abierta, no definitiva, sometida a las contingencias que el espectador actuante (aunque robe los espejos y las gafas) le impone. El papel sobreestimado del artista-creador queda en cuestión. «Cabe pensar que, en lugar del artista único e inspirado, aparecerán investigadores, inventores de elementos, de situaciones, animadores que lograrán, por sus realizaciones y actividad, poner en evidencia las contradicciones del arte actual y, al buscar relaciones más directas con el espectador, crear condiciones para una apertura que puede superar la antinomia Arte-Gran Público». Traduzco del francés, como puedo, un minimanifiesto del grupo en mayo de 1966, precisamente en el catálogo editado por Denise René para celebrar la presencia de Le Parc en la XXXIII Bienal de Venecia. Un culto de la personalidad camuflado, porque, de todo ese equipo, el que recibe los laureles y la publicidad es allí Julio Le Parc.

 

Pero esa contradicción es palpable y lo ha sido en todas las exposiciones colectivas que he podido contemplar. Le Parc no es un operario hábil, ni un empleado de laboratorio, ni una computadora con poderes combinatorios, ni una célula biológica o política. En el arte semitecnológico de nuestro tiempo hay muchas obras que no llegan a artísticas, y que se diferencian de una máquina utilitaria exclusivamente en que no sirven para nada concreto: su nobleza, como la de los hidalgos, reside en su inutilidad. Ni el propio Schoffer se libra, muchas veces, de la sospecha de que, además de dar vueltas y proyectar haces coloreados, sus obras pudieran producir galletas o vasitos de plástico, y que son «artísticas» porque no lo hacen. Una obra de Le Parc, creada en libertad, sin premisas antivasarelianas, se distingue de Vasarely y de todo el mundo.

 

Dijo don Felipe de Guevara en pleno siglo xvi que los arquitectos moros, al terminar de trazar «según su razón y arte» los edificios, añadían: «¡Que Alá te dé la gracia!...», y que en muchas obras «hechas con suma arte y razón» falta «un no sé qué, que ni se sabe decir, ni pedir». Ese no sé qué, por ventura, fue dado a Le Parc.

GRAV, Una jornada en la calle, París, 1966. Pierre Restany y Otto Hahn
Un arco iris entre el corazón y la razón

Pierre Restany, París – 1995

 

Existen destinos como hilos del tejido: altos o bajos, algunos puntos son más sensibles que otros al entrelazado o a la trenza. El ejemplo de Julio Le Parc es, para mí, altamente significativo. Nuestros destinos se cruzaron en varias oportunidades y así tejieron la huella de una cálida amistad en sus intermitencias.

 

Julio Le Parc fue la pieza clave del GRAV antes de ser su florón emblemático. El Grupo de Investigación de Arte Visual, que muy pronto fue denominado la banda del nieto de Denise René, fue fundado en París en 1960, al mismo tiempo que el grupo de los nuevos realistas. Yo seguí con gran interés la acción de estos jóvenes artistas cinéticos que tenían en común con nosotros, los nuevos realistas, la conciencia de operar en el seno de una sociedad industrial en su apogeo agonizante. Julio Le Parc y sus amigos del GRAV eran muy sensibles a sus modos de inserción en el medio urbano y me acuerdo, en 1966, de un formidable periplo a través de París, surcado por diferentes etapas y performances. La geometría había bajado a la calle y yo, con tanta curiosidad como pasión, había seguido esa bajada del arte en la vida: después de su famoso laberinto de la Bienal de París, los miembros del GRAV debían relajar el ritmo de sus experiencias colectivas. Su período de acción común fue breve, como por otra parte, el de los nuevos realistas. Tanto unos como otros fueron perfectamente reciclados por la sociedad de consumo en el seno de su modernidad.

 

Más allá de esta plataforma sociológica basada en la relación arte e industria, nuestros caminos se volvieron a cruzar otra vez en varias oportunidades. Me encontré con Julio Le Parc en Buenos Aires y, sobre todo, en 1964.

 

Seguí su acción contestataria durante Mayo de 1968, su arresto en la fábrica Renault de Flins, y me solidaricé con todas las gestiones emprendidas por Denise René en su favor. Julio Le Parc no fue expulsado de Francia y, verdaderamente, fue para bien. Por cierto, es uno de los artistas que más contribuyó a la apertura de la pintura cinética hacia horizontes de comunicación y de lenguaje más libres. Mientras tanto, en 1966, había obtenido el Gran Premio de Pintura en la Bienal de Venecia. Dos años después del Premio de Rauschenberg que consagraba, a la vez, la emergencia de la nueva escuela norteamericana y la globalización del estilo Pop, la suerte estaba echada en Venecia. La venerable institución estaba en la obligación de coronar la corriente de arte geométrico cinético. «El Op después del Pop», como se decía en la época. Me acuerdo de ese mes de junio en Venecia. Hacía un calor espantoso durante la inauguración de la Bienal y todo sucedía mucho más en el Florian que en los Giardini. Todo el mundo pensaba que el jurado iba a coronar a Soto como el gran gurú de los penetrables. Un cambio de último momento, por parte de Palma Bucarelli, debía decidir otra cosa. Al tiempo que permanecía en un espíritu cinético, su elección recayó en la personalidad más destacada de la segunda generación de los artistas del movimiento.

 

Julio Le Parc se convertía así en el emblema del GRAV, lo que no podía dejar de sembrar desánimo en sus compañeros. El Gran Premio de Venecia dobló las campanas de la existencia del grupo.

 

Luego, volví a ver a Julio Le Parc en diversos lugares del mundo y en particular en Cuba, donde se convirtió en uno de los más activos artesanos de la reactivación institucional de la Bienal de La Habana y animó un taller de creación.

 

Así, para mí, el personaje es un pájaro creador que, de tanto en tanto, atraviesa el cielo de mis recuerdos. Dicho lo cual, aprecié mucho su evolución cromática y su período arco iris que, para mí, se identificaba con el nomadismo intelectual de ese bello espíritu que, en su obra, supo conciliar admirablemente el corazón y la razón.

El arte movilizador de Le Parc

Mario Benedetti, Madrid – 1995

 

Para un profano en técnicas y proposiciones plásticas como yo, me queda refugiarme en el territorio limitado del espectador de arte, condición sin valor y ambigua en la cual los juicios pueden apoyarse en el goce o en el desprecio primario, en vez del análisis profesional y riguroso.

 

Ese análisis es lo que trato de hacer cuando ejerzo mi oficio de crítico literario, teniendo en cuenta que en este campo se exige de mí otra responsabilidad y otro rigor. De esta manera, solo desde el punto de vista del espectador, o incluso del mirón, puedo solidarizarme con Julio Le Parc, ya que su obra siempre me trajo alegría y vitalidad, y estimuló mi imaginación.

 

Sería absurdo pretender que su cinetismo, como contrapartida a la tradicional obra inmóvil (que incluye tantos esfuerzos memorables) del arte de todos los tiempos, es una forma de compromiso con el centro o los contornos de la realidad.

 

No obstante, al revalorizar la participación del espectador y continuando (con sus palabras) «la búsqueda de posibilidades para crear situaciones en las cuales el comportamiento de las personas pueda ser un ejercicio para la acción», Le Parc supera el desarrollo tecnológico y se ubica en el centro de la existencia de sus semejantes. Y esta invención, este factor de comunicación introduce, en la tarea artística, una nueva dimensión de alcance social.

 

En la capacidad cinética (no solamente móvil, sino también movilizadora) de este artista hay una vocación lúdica que despierta no solo la curiosidad y el interés de los niños (público virgen y gozador por excelencia), sino también de aquellos adultos que aún son capaces de vivir con la memoria de su propia infancia.

 

Es evidente que Le Parc consolida su prestigio en el difícil espacio europeo, concretamente en Francia. Sin embargo, ¿abandonó la condición de artista argentino? Sospecho que su «argentinismo» se manifiesta en la manera de asimilar lo europeo. Me vuelve el recuerdo de una experiencia literaria particular en Brasil, llamada la antropofagia de Oswald de Andrade, que António Cândido definía como «la devoración de los valores de Europa, que había que destruir para incorporarlos a nuestra realidad, de la misma manera que los aborígenes caníbales devoraban a sus enemigos para incorporar sus virtudes a su propia carne». Para Le Parc, como en esa experiencia que marcó su época, lo nuevo se incorpora, no de una manera superficial, sino con el alcance o con el despojo de la madurez. Su investigación y su manera de asumir lo nuevo son tan convincentes como para que nadie dude de que la incorporación de eso nuevo haya desembocado en una dimensión diferente y original de lo nuevo. Lo nuevo-otro.

 

Hace cierto tiempo que no asistía a una exposición de Le Parc; vi algunas de sus exposiciones en el Río de la Plata y en La Habana. Me acuerdo de que hace dos o tres años, en una muestra de sus obras en una galería madrileña, pude comprobar cómo, incluso volviendo al pizarrón, da otra vuelta de tuerca a su increíble imaginación y ofrece movilidad a imágenes aparentemente inmóviles.

 

Tengo la sensación de que aquí Le Parc ejercía la antropofagia, ni más ni menos que con Vasarely, pero la frialdad cinética del franco-húngaro se vio transformada y enriquecida con la cálida movilidad del argentino.

 

Por eso pienso que, incluso con su residencia prolongada en Europa, Le Parc (como, con diferentes matices y ópticas, y estilos a veces alejados, también lo obtienen Soto, Matta, Cruz-Diez, Gamarra, Sobrino y tantos otros latinoamericanos) da forma a un arte de sello y signo propios, un arte que permite comprobar la fantasía, el despertar y el ingenio latinoamericano que puede entrar y saquearlo todo en el interior de la herencia europea, enorme y consolidada, para producir una dinámica provocadora renaciente que engloba las dos orillas.

Sobre un aire de libertad recuperada

Jean-Louis Pradel – 2013

 

En octubre de 2012, durante la Nuit blanche (Noche Blanca) de París1 , un espacio-tiempo perfectamente cortado a su medida, Julio Le Parc invita a la muchedumbre de paseantes noctámbulos a un extraordinario programa doble. En la Place de la Concorde, ofrece en el Obelisco una danza de luz cuyas voluptuosas circunvoluciones metamorfosean el glorioso monolito, a la manera de los velos diáfanos de Loïe Fuller. Por la magia de los fuegos sabiamente domados de cuatro poderosos proyectores dispuestos en su base, cuyo ardor pasa por el filtro de discos en movimiento, la implacable luz blanca se recorta, podada en napas flexibles donde el brillo fulgurante se acurruca en tiernas volutas para someterse a deseos de florecimientos aleatorios infinitos que, hasta lo más profundo de la noche helada, adorna la erección granítica milenaria de una incandescencia esponjosa y acariciadora con aspectos de confidencia. En el otro extremo del Sena, en la gran obra del futuro centro comercial de Beaugrenelle, una docena de pequeños tótems proyectan por todas partes sus luces en vibración en el laberinto de centenares de cintas de tul semitransparentes, donde la muchedumbre de visitantes tiene la experiencia de una regocijante inestabilidad visual en la cual los cuerpos parecen animados por el más delirante mal de san Vito colectivo. Todo el mundo parece pegar saltitos. Cada uno se complace en perderse y reencontrarse, en interpelarse, en reír o en fotografiarse, víctima bien dispuesta de un mundo mágico finalmente liberado de las molestias y del deber de la gravedad requeridos por la obra de Arte.

 

Mediante este programa doble, Julio Le Parc se muestra como gran ordenador del espacio público, no para someterlo a sus caprichos de creador, exhibir sus colores o sus formas, imponer a la ciudad un régimen estético ideal, sino para ir al encuentro de la gran mayoría y convidarla a fiestas de la percepción donde cualquiera se vuelve más director de obra en cuanto que el propio artista toma distancia con su propuesta visual, cuyo dispositivo acoge de buena gana los avatares del azar. En esa distancia, se introduce un aire de libertad donde el espectador tiene con qué recuperar el aliento, lejos de la «asfixiante cultura» y de sus convenciones. Si a Julio Le Parc el espacio público le conviene tanto, es porque le permite con más facilidad hacer entrar en él el infinito. En el corazón de la inmensa plaza de la Concorde, abierta en tres de sus lados, como en la obra in progress de Beaugrenelle, la intervención de Julio Le Parc puede jugar a ampliar sus límites a su gusto e invitar tanto al aficionado más perspicaz como al paseante más distraído a descubrir nuevos horizontes, nuevas perspectivas, nuevos espacios, fuera de toda categoría mental o estética catalogada, para que una cascada de emociones se adueñe de los cuerpos y los corazones.

 

Desde las famosas experiencias colectivas del GRAV, y más particularmente la Jornada en la calle del martes 19 de abril de 1966, Julio Le Parc, coronado el mismo año con el Gran Premio de Pintura de la Bienal de Venecia, nunca dejó de querer ser el catalizador de situaciones inéditas y, para ello, de acabar con la actitud contemplativa y la pasividad silenciosa exigida frente a la sacrosanta revelación del arte. Así, por todos los medios, Julio Le Parc orquesta una regocijante confusión de géneros que deroga las leyes de la distinción en provecho de una revolución copernicana que lo mantiene lejos de los epicentros a cuyo alrededor gravitan los partidarios de un medio artístico que se satisface con cultivar sus prerrogativas a resguardo del mundo común y corriente, por fuerza inculto, y demasiado turbulento. Para Julio Le Parc, el lugar de la práctica artística no puede estar sino en el corazón de la ciudad, al punto de que el nombre de artista, a sus ojos tan devaluado, le repugna. Él prefiere el nombre de «simple obrero de la investigación plástica», como lo testimonia su eterno mameluco azul cuyo bolsillo del pecho ostenta, a manera de una fila de condecoraciones ganadas en el campo de batalla de las artes plásticas, una bella paleta de lápices y de marcadores de todos los colores. Se une así al famoso retrato de John Heartfield de su amigo George Grosz en 1920 como el «gusto por los azules de trabajo» de los protagonistas de Dada Berlín que Raoul Hausmann explica por su voluntad de concebirse «como ingenieros: nosotros queríamos construir, ensamblar, montar».

 

Experimentador infatigable, trabajador incesante, en 1970 Julio Le Parc se hace cargo de una base de retaguardia a su medida, al ocupar una vieja tintorería industrial en Cachan, en el suburbio sur de París. El taller es gigantesco; las herramientas, innumerables; el espacio, generoso. Para este investigador todo terreno no es un lujo, sino una necesidad, a tal punto necesita estar en el corazón de una colmena con apariencia de cajón de sastre, donde todo el mundo es bienvenido. Allí paran artistas procedentes de América del Sur, cómplices de todo tipo, tal o cual amigo en busca de un taller, gente joven agrupada alrededor de un trabajo colectivo, y una multitud de amigos que se encuentran para una exposición efímera, un gigantesco asado instalado en el patio, una fiesta donde, por supuesto, no se olvida ni a Carlos Gardel ni a Ástor Piazzolla. Ocurre que Julio Le Parc no es del tipo de encerrarse en su torre de marfil. Él necesita gente y ruido. Trabajador encarnizado, necesita, más que una factory como su exacto contemporáneo neoyorquino, una fábrica, un falansterio, una especie de gran bazar que chisporrotee de actividades. Es un ogro. ¡Hay que verlo devorando las costillas de vaca —por supuesto, argentinas— que, a veces, provienen de misteriosas valijas sanguinolentas que se colaron en una valija diplomática! Es un goloso que no se resiste a los placeres azucarados y untuosos de los postres. Seductor nato, se complace en jugar con su sonrisa irresistible, con su ojo malicioso, con su inagotable ironía. Cálido y hospilatario como ninguno, no es, sin embargo, un «gentil». Con su gorro de visera sobre su cabellera plateada, es un capitán de altamar que jamás pierde su rumbo.

 

Desde hace medio siglo, un irreductible deseo de claridad conduce a Julio Le Parc a prolongar la noche, a descubrir en ella las promesas de inexpresables mañanas y a hacer la luz sobre los tenebrosos asuntos artísticos que llevan a las bellas artes por oscuros meandros. Contra la «valorización» arbitraria, las mezquinerías timoratas y la arrogante grosería de los expertos, a cualquier precio debe alzarse un alba democrática, abierta a todos. De entrada, Julio Le Parc y el GRAV están en el corazón de la efervescencia que se apoderó de París en el curso de los años sesenta. Sobre un fondo de guerra fría, reavivada en 1962 por el envío de misiles soviéticos a Cuba y la intensificación de la guerra de Vietnam, de violencias sociales y políticas, del mantenimiento de dictaduras de otras épocas en España y Portugal, en todos los campos, el anticonformismo es de rigor, de la Nouvelle Vague a las ciencias humanas, de Yves Saint Laurent a Paco Rabanne y su primer vestido con cuadrados de aluminio tomados de Julio Le Parc, de los situacionistas a los izquierdistas. En todas partes, una nueva generación quiere acabar con los viejos dogmas y los viejos valores. En todas partes, se trata de inventar un mundo nuevo; lo cual implica que la marejada se profundiza antes de que estalle la tormenta en 1968. Entonces, la singularidad de Julio Le Parc, que ya había aparecido como el líder del GRAV, de su activismo y de sus folletos, recién adornado con el aura que le concedió la Bienal de Venecia, da toda su medida. Será ¡NO!

  

Omnipresente en el Taller popular de las Bellas Artes, de donde salen los famosos afiches serigráficos anónimos de los que se le reconoce, entre otras cosas, la famosa cadena de obreros «somos el poder», Julio Le Parc, que vuelve entonces de México, es detenido el 6 de junio de 1968 en el puente de Saint-Cloud, víctima de una redada a la salida de la autopista del Oeste que lleva a las fábricas Renault de Flins donde, durante los motines, un manifestante muere a manos de la policía. En contra de la opinión de varios ministros, el del Interior, Raymond Marcellin, exfuncionario del gobierno de Vichy y adepto obsesivo del complot internacional, decide expulsarlo. Peticiones y campañas de prensa le permitirán volver cinco meses más tarde. Mientras tanto, el GRAV se disuelve y Julio Le Parc retira sus obras de la Documenta de Kassel, una decisión que explicita mediante un texto-manifiesto confiado a la revista Opus international. A esto le sigue, en noviembre, su dimisión al comité de dirección del Salón de Mayo. Y, colmo de la impertinencia, el 1.º de abril de 1972 juega a cara o ceca su retrospectiva programada para inaugurarse el 20 de junio en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de París. Ante la asamblea general de artistas convocada en el lugar, le da la moneda a su hijo. ¡La suerte está echada antes de que la moneda caiga en rechazo! En el mismo momento, con el FAP (Frente de Artistas Plásticos), niega su participación en la exposición 72/72, llamada Exposición Pompidou, a tal punto el presidente de la República mismo se compromete en eso, que prefigura su gran proyecto de la planicie Beaubourg. Cuando el arte contemporáneo se convierte en un asunto de Estado, Julio Le Parc prefiere participar en todo tipo de colectivos contestatarios. Con la Brigada de pintores antifascistas se realizan vastos frescos y banderolas Por Vietnam, Por Chile, Por América Latina, Por Nicaragua, Por el Salvador. Con el colectivo Tortura expone en el XXIII Salón de la Pintura Joven en 1972 siete enormes formatos de un realismo insostenible para denunciar las exacciones de las dictaduras sudamericanas sobre los prisioneros políticos. El año siguiente, en el mismo Salón, con sus estudiantes de la UER2 de Saint-Charles que acaba de crear Bernard Teyssèdre, donde enseñará dos años, expone Las manos, una serie de grandes formatos en blanco y negro donde la carne se vuelve metal. Así podría escribirse una historia del artista militante que nunca dejó de ser Julio Le Parc. El irreductible partidario de la guerrilla cultural, el exacto contemporáneo del Che, se encuentra en todos los frentes donde puede ponerse a prueba la práctica artística. Ese compromiso, conjugado a una lucidez sin fisuras, es un añadido a la grandeza del artista. Mientras que en los treinta últimos años, con el triunfo del ultraliberalismo y el naufragio de la acuidad intelectual en una mediatización a ultranza, la vigilancia de Julio Le Parc es más saludable que nunca, a tal punto domina el desastre. Con él, ya celebrado en tantas metrópolis y capitales, es París, su ciudad de adopción tanto tiempo ingrata, la que le hace el lugar que le corresponde muy naturalmente a semejante gigante del arte de nuestro tiempo. El amanecer prometido se levanta por encima de la grisalla de una escena artística repleta de private jokes demasiado distinguidas, de provocaciones complacientes y de reciclajes engañosos. Lo que se alza es el aire del mar. Los hallazgos son tanto más refrescantes, ya que deslumbran a nuevas generaciones en el Centro Pompidou-Metz en el otoño de 2011, en el corazón de Variaciones laberínticas, cuyo pivote no podía ser más que Julio Le Parc, en el Palacio de Tokio, lugar destacado de lo mejor del arte emergente, o incluso en el centro de la vasta saga histórica que, en la primavera de 2013, invade el Gran Palacio para gritar alto y fuerte ¡Luminoso! ¡Dinámico! Bajo la aparente facilidad que es la firma de los maestros, la inestabilidad cultivada con pasión por el trabajo del experimentador, Le Parc restituye colores a las ideas de la época. Luces francas y colores primarios están en la cita «solo para tus ojos». Lo rebelde está a tal punto en la fiesta, que nos lo ofrece para que lo compartamos. Esa es su elegancia desenvuelta, un poquitín insolente, que él pasea con la seguridad de aquel que nunca perdió el rumbo. A su puerta, a la puerta del buque insignia bien anclado en la callecita de Cachan, el interfono exhibe una buena docena de Le Parc. Su mujer Martha tiene allí su taller de creaciones textiles suntuosas, honradas por exposiciones en el mundo entero. Los tres hijos, artistas con derecho propio, de buena gana conceden parte de sus competencias a Julio. Así, Jean-Claude, el mayor, experto en el arte neurológico, también realizó el sitio y el museo virtual de su padre. Gabriel, ex de las artes decorativas, videasta talentoso, efectuó soberbios films sobre las hazañas de Julio Le Parc, como su regreso glorioso a Buenos Aires en el retorno de la democracia, que coronan, sobre la música de Ástor Piazzolla, gigantescos fuegos artificiales. Yamil, el más joven, cantor de tango emérito a quien hay que haber oído cantar Volver a capella, también es, desde hace seis años, la pieza clave del revival de su padre, tanto en Francia como en la Argentina, donde su ciudad natal, Mendoza, acaba de abrir un gigantesco Centro Cultural Julio Le Parc. En los archivos y los papeles de todo tipo se atarea Elie, Élizabeth Le Parc, por otra parte, a la cabeza de una colección de artistas, sin olvidar, entre los asistentes, a Santiago Torres, a su vez, sabio artista informático multimedia. A esa excepcional tripulación con aspecto de tribu polifónica se añaden los cinco nietos turbulentos, Luna, Mateo, Salvador, Alma e Iman, ¡que siguen saltando sobre las rodillas del patriarca! Y esto sin contar los amigos de paso, que residen más o menos tiempo en esta sorprendente ciudad-taller considerablemente agrandada y vuelta a hacer a nuevo sobre los proyectos y maquetas cuidadosamente preparados como arquitecto emérito por el señor de la casa para ser inaugurada en 2008 en su ochenta aniversario. Para su cumpleaños número ochenta y cinco, en septiembre de 2013, está programada, en el nuevo espacio de arte contemporáneo de Río de Janeiro, la apertura de su gigantesca exposición. Nada se ha dejado al azar en el universo de Julio Le Parc que, sin embargo, como ningún otro, lo convida de buen grado en sus proposiciones visuales a través de combinatorias infinitas. Perfeccionista, todo el tiempo dibuja y no deja de aclarar las cosas mediante croquis y esquemas explícitos. Como todos los grandes, dedica tanta atención a la más modesta prestación como a la más considerable. Hay que ver cómo concibió hasta en los menores detalles sus Talleres en Madrid en 1985 o en La Habana en 1986 durante la segunda Bienal de la que era casi el director de obra. Pero también la exposición de sus «años-luz» en el parque de la Brenne en 1995 o en el espacio Electra el año siguiente, para no hablar de la Tour Saint-Nicolas de La Rochelle y de la isla de Aix en 1999 o del sorprendente encuentro organizado por la Maison des Arts de Bagneux en 2011 entre Julio Le Parc y Yann Kersalé, quien se cuenta, como tantos otros hoy en todas partes en el mundo, entre sus más fervientes admiradores. Cada vez el mismo rigor, el mismo nivel de exigencia, el mismo cuidado maniático del profesional escrupuloso para conservar todo bajo control, verificar todo y dibujar sin descanso sus consignas a los regidores y artesanos, a los que pronto convierte en sus más celosos cómplices. Entonces la fiesta comienza, a la vez grave y ligera. ¿No es el tango una canción triste que se baila? Es sorprendentemente musical. El silencio, que solo es turbado por el traqueteo de los motores, las pelotas del juego de las latas o los puñetazos lanzados contra las efigies de los cuerpos en pie, se encuentra habitado por innumerables melodías. Con la elegancia de desconectarse del tiempo que pasa y del que hace, convoca los sueños más diversos para dispersarlos a todos los confines de insospechables horizontes puntuados de instantes frágiles y decisivos, como si se tratara, más que nunca y con toda urgencia, de sustituir la belleza por la felicidad. Las Manos, fotografía y dibujos preparatorios para pinturas realizadas con estudiantes, París, 1974

 

1. Evento que ocurre en París el primer sábado de octubre, cuando los artistas se desparraman por todos los rincones de la ciudad para proponer instalaciones, representaciones, conciertos y demás espectáculos de arte contemporáneo [N. del T.].

 

2. Unidad de Enseñanza e Investigación [N. del T.].