Antes de París

Antes de París

Uzal

 

Esa vieja construcción burguesa tenía una placa: Academia de Bellas Artes.

Estaba en la calle Las Heras, en Buenos Aires, a cien metros de donde vivíamos. Al pasar por delante, mi madre se acordó de lo que una maestra del pequeño pueblo ferroviario (Palmira), de la lejana provincia de Mendoza, le había aconsejado: su hijo debía seguir cursos de dibujo. En lo alto de la escalera, de cada lado de la puerta de entrada, estaban los moldes de los dos esclavos de Miguel Ángel. Al subir los escalones con mi madre, me acordaba de esa joven y armoniosa maestra de escuela, de su equilibrio, de su carácter, de su dulzura que inspiraba confianza y daba seguridad. Como le habían informado a mi madre, nos dirigimos a la MEBA (Mutualidad de Estudiantes de Bellas Artes), donde yo podría prepararme para entrar, no en la Academia, sino en la Escuela preparatoria de Bellas Artes (especie de escuela secundaria con especialización artística).

 

La MEBA era un sótano con dos habitaciones: una de ellas era una especie de oficina, y la otra, un saloncito de dibujo. Una vez pasadas las formalidades, me encontré, tal vez la siguiente noche, de regreso de la pequeña fábrica donde era aprendiz, con una tabla de dibujo sobre las rodillas, que tenía una hoja de papel Ingres y con una carbonilla en la mano, frente a un modelo de yeso iluminado por una lámpara. Era el curso de preparación para el examen de admisión a la Escuela preparatoria. El profesor, un joven estudiante de los últimos años de la Academia, me indicó lo que debía hacer: copiar el modelo con la barra de carbón sobre el papel Ingres.

 

Para mí, era una iluminación. ¡Yo, sentado, dibujando! ¡Era eso! No había otra cosa. Era como si una eternidad de creación se presentara frente a mí. Y yo extendía el negro del carbón para hacer las sombras y las variaciones de gris, escuchando los consejos técnicos del profesor. Estaba en un estado de comprensión y de exaltación que me llenaba de una feliz seguridad y me sacaba, lo sentía, definitivamente de la angustia compartida con mi madre de no saber cómo orientar mi porvenir. Una vez terminado mi dibujo, el entusiasmo y la satisfacción de haber hecho algo mío me condujeron a escribir, bien visibles, mi nombre y mi apellido en la parte inferior del dibujo. Era como si lo viera escrito por primera vez: Julio Le Parc. El profesor, al verlo, y antes de fijar el dibujo con resina diluida en alcohol, me aconsejó borrarlo. Me dio explicaciones sencillas que me hicieron sentir un poco avergonzado. Pero comprendí su lección: lo importante era el dibujo, no la firma. Ese profesor se llamaba Uzal. Más tarde pude comprobar que, en el mercado de arte que pervierte la creación contemporánea, una firma puede ser más importante que la obra producida, que la obra de un artista cuya firma tiene reconocimiento es más valorizada que la obra de un artista desconocido, aunque esa obra sea superior. Y en algunas tendencias, el mito de la firma hace las veces de creación artística.

 

Todos los sábados a la tarde, la MEBA organizaba sesiones de croquis con modelos desnudos. Todavía me acuerdo de la expresión de mi madre, de mi hermana y de mi hermano al ver los dibujos de desnudos que llevaba a la casa con mis pantalones cortos y mis catorce años. Para mí, eran solamente dibujos, líneas de lápiz sobre un papel. Incluso si ver a la mujer desnuda que posaba me remitía a las imágenes de las mujeres desnudas que, muy pequeño, había visto al borde de un arroyo: eran mi joven madre y otras jóvenes mujeres que se divertían, desnudas en el agua, un domingo en el campo, a resguardo de las miradas.

 

Julio Le Parc, París, 1995.

 

El Manifiesto Blanco

 

Trabajábamos el barro en el taller de modelado de la Escuela Preparatoria de Bellas Artes. Éramos unos 20 o 25
alumnos. En los cursos, tan pronto veían la oportunidad, los más bromistas se ponían a hacer chistes más o menos
groseros, según el nivel de tolerancia o el carácter del profesor.

 

Llegó una noche como profesor de modelado. Su presencia era tranquila, y no tenía método de enseñanza. No recuerdo haber aprendido con él algo específico o importante sobre modelado o escultura. Pero tenía una personalidad radiante, que se imponía por sí misma. Los bromistas no hicieron ningún chiste a costa suya. De manera natural y casi sin hacer nada, despertaba el entusiasmo en nosotros, lo avivaba, y nos transportaba del marco formal del academicismo hacia la idea de un arte fuera de los límites. 

 

Los más interesados entre sus alumnos de aquel curso nocturno (tenía yo 17 años, y los mayores 22 o 24), ávidos de conocimiento sobre el arte contemporáneo, iban a la biblioteca del Museo de Bellas Artes y devoraban los libros sobre el fauvismo, el cubismo, el surrealismo, etc. Seguíamos de cerca el movimiento del Arte ConcretoInvención, que en esos momentos se iniciaba allá en Buenos Aires, y nos atraían mucho las ideas de Lucio Fontana sobre el «espacialismo» (él, por cierto, era nuestro profesor de modelado). 

Aunque no llegábamos a entenderlo todo, él nos hizo entrever un mundo de creación distinto. Nuestros debates, luego de conversar con él, eran muy intensos, y cuando nos propuso hacer un manifiesto, las discusiones se redoblaron. Aquello me parecía apasionante, pero irreal: en la escuela lo que hacíamos eran dibujos académicos y el domingo íbamos a dibujar animales al zoológico. El poco tiempo libre que nos dejaban el trabajo diurno y la escuela en la noche lo dedicábamos a pintar un poco (naturalezas muertas, personajes, etc.) y nos divertíamos combinando círculos, triángulos y cuadrados al estilo del arte concreto, pero cuando tratábamos de hacer algo que se acercara a las ideas de Fontana y el «espacialismo», ¡no nos salía nada! 

 

El Manifiesto Blanco se redactó. Mi postura era que no podíamos firmar un manifiesto sin tener obra suficiente para respaldarlo, o por lo menos, un embrión de producción consecuente. 

 

Pienso que, de todos los alumnos del grupo que gravitaba en torno a las ideas de Fontana, yo fui el único que no firmó el Manifiesto Blanco.

 

Irónicamente, de todo aquel grupo, soy el único que perseveró en las artes plásticas. Más tarde, junto con otros artistas jóvenes, luego de reflexiones, análisis y discusiones, firmé manifiestos que sí eran nuestros. Pero el espíritu de apertura de Fontana, su mirada hacia otras cosas, su gusto por la aventura en el arte, los tuve siempre presentes. Me encontré con Fontana varias veces en París o en Milán, y la última fue en su casa en 1968, varios meses antes de su muerte. Todavía transmitía una vitalidad y un entusiasmo llenos de humanidad y sencillez.

 

Julio Le Parc, París, 1995.

Quintaesencia

 

En tercer año de la Escuela preparatoria de Bellas Artes, era el más temible de los profesores de dibujo. Tenía una personalidad muy fuerte y enseñaba dibujo de una manera muy característica. 

 

A fin de año, en la exposición de los mejores dibujos, sus alumnos ocupaban un lugar importante y casi todos tenían un estilo que los identificaba, de alguna manera, la marca del profesor. 

 

Cuando estuve en tercer año llegué a su curso. No era muy grande, era nervioso, con gestos enérgicos, hablaba con una fluidez rápida y clara, y un leve acento. Era de origen italiano, se llamaba Lorenzo Gigli, hermano o primo del gran tenor italiano Beniamino Gigli. Entre él y yo hubo de inmediato un acuerdo tácito de respeto mutuo. Él me dejaba dibujar a mi manera y, contrariamente a lo que se habría podido imaginar, no me impuso el «estilo Gigli». Me hacía observaciones puntuales que yo tenía en cuenta. Me acuerdo de mis dibujos, desnudos, para los cuales preparaba en casa una especie de andamiaje con una trama ortogonal que trazaba a partir de las divisiones de la sección áurea. El dibujo a partir del modelo estaba compuesto de líneas rectas y curvas muy precisas que se sucedían casi alternativamente. En el interior de ese dibujo, yo ponía una multitud de planos que modulaban los juegos de sombras y de luz del modelo. Qué placer sería para mí volver a ver hoy uno de esos dibujos. ¡Pero casi todos se quedaron en la escuela y no pude recuperarlos!

 

Una vez por trimestre, el profesor Gigli se peleaba con los otros profesores en el momento de clasificar a los alumnos y atribuirles notas de 0 a 10. Me contó que había dado un golpe sobre la mesa, frente a los otros profesores, y había impuesto, para mí, la nota máxima. Me dijo: «Ellos (los otros profesores) se pueden pasar mil años dibujando, pero nunca podrán hacer un dibujo como el tuyo». 

 

Muchos años después, ya instalado en París, un joven pintor, que también había sido su alumno en la Escuela preparatoria, me contó que a Lorenzo Gigli le gustaba decir que, durante treinta años de enseñanza del dibujo, nunca había tenido un alumno como yo. Pero lo que decía a mis compañeros de curso cuando era su alumno y que, en la época, me llenaba de satisfacción, era: «Le Parc no dibuja los modelos, él dibuja su quintaesencia». 

 

Todavía hoy sería una enorme satisfacción oír a lo lejos, a mi espalda, la voz brusca del arcángel Lorenzo Gigli diciendo: «Las obras de Le Parc son la misma quintaesencia».

 

Julio Le Parc, París, 1955.

 

Monocopias

 

El movimiento estudiantil, iniciado en 1955, empezaba a decantarse. Habíamos constituido, por afinidades y de manera natural, un pequeño grupo informal, un tanto elástico, donde intentábamos reflexionar sobre nuestra condición de artistas jóvenes.

 

Un peso enorme sobre nuestras impaciencias: el arte moderno, una masa confusa de intuiciones, un deseo de encontrar por dónde empezar seriamente. Era evidente que había que crear arte, reflexionar sobre la producción, confrontar obras y opiniones.

 

Seguíamos siendo estudiantes de bellas artes, y nuestro movimiento había introducido cambios en las estructuras de tres academias. Después de que ahuyentáramos a los antiguos directores, Fernando López Anaya, excelente grabador, había tomado el puesto de director interino de la Escuela Superior de Bellas Artes. Fue él quien nos dio permiso de utilizar el taller de grabado durante las vacaciones. Así, un grupito (Moyano, Sobrino y yo, los más asiduos) se apoderaba del taller durante el tiempo libre. De manera inconsciente, sentíamos que teníamos que expurgar nuestra mente de la saturación de arte moderno que habíamos sufrido.

 

Taller de grabado, sí; medios técnicos, sí; técnicas habituales de grabado (punta seca, aguafuerte, buril), no, porque eran demasiado lentas para obtener resultados. Intentamos entonces la monocopia: una pasada de rodillo con tinta negra, una hoja de papel, trazos con el mango del pincel, y al levantar el papel aparecía un curioso diseño. De esta manera hacíamos normalmente las monocopias.

 

Fue así que comenzamos, y fuimos añadiendo otros métodos poco a poco: exploración de nuevas técnicas, métodos rápidos para plasmar lo que nos pasaba por la mente. ¿Picasso daba vuelta por nuestra cabeza? Pues hacíamos monocopias «a la Picasso», y lo mismo con Paul Klee, la abstracción, las manchas. ¡Era como una purga!

 

Todo esto nos incitaba a ir hacia adelante, mientras que la técnica tradicional del grabado o de la pintura al óleo nos frenaba. En fin, había entre nosotros una dinámica de intercambio continuo de aportes técnicos, sin la presencia de ningún profesor. A la sorpresa que nos producía levantar la hoja de papel cuando salía de la prensa de grabado seguían valiosas reflexiones colectivas.

 

Recuerdo la enorme satisfacción que me invadía en la noche, de regreso a mi habitación en la pensión de Mme. Fumagalli, cuando desenrollaba las dos o tres (a veces más) monocopias que había hecho durante el día. Cada uno era un paso que me llevaba hacia algún lugar, aunque no supiera dónde.

 

De todos esos meses en el taller de grabado de la Escuela Superior de Bellas Artes, me quedó la necesidad de encontrar siempre técnicas o métodos de trabajo que no sean pesados ni lentos, de modo que ofrezcan el máximo de posibilidades de realización a las ideas que surgen en mi imaginación, y también comprendí la utilidad de compartir los pequeños descubrimientos y de avanzar en conjunto, estableciendo criterios nuevos en un clima de emulación que resultaba estimulante. Ese trabajo en común presagiaba lo que sería el GRAV un poco más tarde, en París.

 

Julio Le Parc, París, 1995.